Domingo para recoger naranjas y mandarinas en el huerto. En el pueblo se respira Navidad aunque no esté cubierto de nieve -como en las bucólicas estampas navideñas que nos enviábamos hace años- porque luce un sol espléndido. La calle mayor es hoy un mercadillo bajo el sol de diciembre y los niños corretean entre el gentío que se agolpa ante los puestos para comprar turrón duro de Castuera. Y repican sin cesar las campanas de la Iglesia llamando a misa y cuando cesan, me llega música de villancicos y no puedo eludir los recuerdos.
Me basta salir al patio, cruzarlo y asomarme por la ventana junto a la chimena para contemplar los olivos plateados y la tierra donde las paredes hacen sombra, cubierta de musgo y hojarasca, allí donde hasta hace apenas hace cinco años mi padre cultivaba y regaba las hortalizas, los tubérculos y los árboles que sembraba. Lo que fue casi un vergel es ahora tierra yerma, aunque no del todo: aún brotan silvestres esos tomates diminutos que llaman “cherrys” junto a la vieja tina donde me bañaba en los tórridos veranos de mi infancia, y que fue reciclada para servir de estanque para el agua de regar. Los aspersores siguen ahí, y gracias a ello, tres meses después de habernos marchado, nuestros naranjos nos sirven las mejores naranjas del mundo cada año. Y son las mejores porque el clima extremo logra este milagro aunque el clima aquí también esté cambiando y las frutas de este año estén más verdes que de costumbre. Extremadura, pura y dura, pero también benevolente y hermosa.
La casa está fría tras meses cerrada, pero el sol hoy entra por todos lados. Llegará la tarde con sus sombras de rocío y encenderemos un brasero de picón de encina aunque tengamos aire acondicionado. Cuando se viene a un pueblo hay que recuperar su vida ancestral: apagar la tele y escuchar los balidos de ovejas y carneros, los gallos cantarines que compiten en el cortejo y el murmullo incesante de los pájaros revoloteando entre los árboles como si con sus trinos quisieran perpetuar todas las primaveras. Y oler, aspirar profundamente todos los olores que penetran por las fosas nasales y que se empeñan en cautivarnos.
Huele a pueblo porque de las chimeneas sale el humo de la leña que se quema en los hogares, y huele a pueblo porque es casi invierno y la gente cocina calderetas, guisos, frites y repostería de la época. Y en el mercado navideño, hoy también, se vende el famoso turrón de Castuera. Es inevitable: la Navidad llega.
Alicia Rosell®© “De pensamientos, reflexiones, frases y citas de Alicia Rosell”. Domingo 6 diciembre 2015.