«Calor, frío, lluvia, viento, brisa, fresco; siento estas caricias besar mi cuerpo y pasar de puntillas por mi alma. A veces, debo inventarlas para sentirlas y es como si los elementos me pellizcaran la piel en pícara concupiscencia. Yo me despierto y revivo fuera del sueño; como pintada en un cuadro de Hopper me veo ora sentada en un tren con un libro abierto sobre mi regazo ora en un banco de skay rojo al fondo del largo pasillo de un Café que hace esquina, asomando su interior a la calle sin reparos a través de sus impolutas cristaleras, como buscando alguien con quien departir del tiempo, del amor, del trabajo…
Otras, soy esa mujer que al despertar se mira al espejo y no se reconoce, máscara o disfraz de quien no sabe cuántos secretos se esconden bajo sus párpados, sopesando las sombras que la noche cerró sobre sí misma; yo, la que me busco en cada recodo de mis pensamientos como quien perdió la llave secreta que abre un castillo encantado o el cofre de un tesoro.
Empiezo a pensar que soy todas esas mujeres en una y ninguna determinada. “Nada extraño”, me digo. Y me doy la vuelta hacia mi ventana que arroja sobre mi persona mil colores y olores de una primavera que se adelanta impetuosa. Me siento bañada y atrapada, como cuando mis pies se hunden con la resaca que provoca el baile del mar contra la arena de la playa.
Vuelvo a sentir cierta premura en mi rededor, ese hambre voraz que me inquieta pero relaja cuando aspiro el olor a mar que rebasa la cima de las cumbres protectoras que dibujan mi horizonte. Lo entiendo entonces. No bastan los cinco sentidos para disfrutar la vida intensamente.»